No es cuestión de edad la conciencia que de uno mismo tenemos. Ese paso sin retorno hacia la consistencia
que el propio conocimiento aporta. El que eleve centímetros añadiendo perspectiva,
al tiempo que lanza sobre tus hombros presiones de milibares. No es cuestión de
edad, ni de azar. Es sólo lo que llamamos vida: circunstancias genuinas e
intransferibles, que van dejando, como un reguero, ingenuos que intentaron compartirlas.
Que van dejando, como un reguero, poetas que trataron de narrarlas.
Y en ese
punto dicotómico de levitación aplastante las raíces ganan importancia.
Imagino ahora un mundo enraizado.
Millones de raíces bajo tierra, ajenas a las plantas que sustentan, conocedoras
con cada pelo radicular, de su existencia, pero despreocupadas.
Otro mundo.
Y es allí donde yo, planta intuida, soy raíces que me
atan y sustentan. Y entre ellas, en ese manglar de secano, castellano como yo,
una raíz ajena que me nutre y mantiene viva.
Ajena, otra, atractiva.
Despertando
mi curiosidad. Provocando que me elongue hasta la aponeurosis para enmarañarme
con ella. Desplazando mi posición. Abandonando raíces estacionarias que no
permiten el cambio que mi savia, ya mestiza, necesita.