Hubo un tiempo en que los rojos frutos del otoño tenían la cualidad secreta de clave, de contraseña de complicidades. Llenaron las fuentes de la que comimos ávidos y se convirtieron en un emblema que nos acompañará por siempre. Soy incapaz de ver un granado y no recordar a aquellos tres pequeños que crecieron juntos en aquella ánfora viajera; sobre ellos construimos un tiempo de conversaciones lejanas.
Luego hablamos en susurros, y estábamos tan cerca, que podía compartir tu respiración, y confundir tus latidos con los míos; tantearte las entrañas, buscando la música de tus gemidos y aquel brillo de tus ojos nuevos en las sombras.
No, no es casual que las granadas sean para mí, las manzanas del Edén.
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